La banda sonora de la final se puso desde el principio. Tikitaka del Benfica y bumba bumba del Chelsea. Los portugueses entendieron que la mejor manera de llegar a la portería de Cech era por el camino más largo: tocando con muchos jugadores, incluidos los laterales, hasta encontrar huecos y aplicando velocidad en el último tercio. Mientras tanto el Chelsea, sin un mediocentro que les sujete arriba, se echaba atrás cada vez que el Benfica hilaba tres pases y acababa lanzando balones largos a la espera de un milagro.
El Benfica lo tuvo tan claro que quiso resolver pronto. En los primeros quince minutos atacó por todos los lados y el Chelsea creyó que la final de la Champions contra el Bayern no se había acabado, era un frontón: chutó Cardozo, Rodrigo, Enzo, Salvio a veces incluso dentro del área pequeña.
Faltaba el gol y esa era la esperanza del Chelsea que pudo marcar primero con un lanzamiento de Lampard desde fuera del área que hizo un efecto raro pero que salvó una palmada de Artur. Y de repente, entre el 59 (gol de Torres, su gol 22 de la temporada) y el 67 (dos cambios ofensivos del Benfica, penalti por mano de Azpilicueta, gol de Cardozo, que estuvo en todas) el partido se alocó. El Benfica, cansado por el esfuerzo físico pero también de cabeza, fue esperando la prórroga, pero el Chelsea se veía muy en el partido. Y así llegó, de córner, el gol de Ivanovic.
La batalla individual entre Cahill y Cardozo, ambos cómodos en el cuerpo a cuerpo, hacía sospechar que el ganador de la misma podría decantar el encuentro definitivamente. Al paraguayo le llegaban balones y solo tenía que acertar con uno. Marcó el penalti pero tuvo el empate en la última jugada al que llegó la uña de Cahill, vencedor de ese duelo. Y es también es fútbol.
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